Por Valeria Sorín
(publicado originalmente en Cultura LIJ 26)
Habitualmente le pedimos a mediadores, autores, especialistas que nos
cuenten cómo ha sido su relación con la lectura, cómo se ha dado la
imbricación de los libros en sus vidas. Más de una sorpresa nos reservan
estas historias: libros que acompañan a sus lectores por diferentes
etapas, lecturas que vuelven una y otra y otra vez, títulos inesperados,
recorridos caóticos, voraces, anodinos, planificados, con o sin lista
de pendientes.
Solo que esta vez les robamos sus historias a dos personajes queridos, cuasi anónimos, que necesitan ser homenajeados.
El tío de Mario Lillo
Mario cuenta que cuando él era un niño pequeño, antes de convertirse en un ser letrado, su tío le llevaba el Billiken
todas las semanas. Y allí se sentaban tío y sobrino a leer juntos las
historietas. Reían juntos, conversaban lindo. Y esos personajes se
quedaban después toda la semana flotando en la imaginación hasta la
próxima cita.
Entre semana, el niño Mario pedía a los grandes que le leyeran las
mismas historietas. Todos se negaban: no había tiempo, siempre las
tareas pendientes, el cansancio, las preocupaciones. Así que el hambre
de más historietas provocaba ansias de ver al tío, y nuevamente se
volvían a sentar con la otra revista.
En el recuerdo de Mario, nadie marcó tanto su relación con la palabra
escrita como su tío. Y nadie le dio tantas ganas de compartirla. Por
eso, ya de grande, convertido en maestro, mediador y escritor,
capacitador de maestros en el arte de compartir la lectura, cuando ya
hacía muchos años que su tío favorito había fallecido, se animó a
preguntarle a su madre por él. “¡Pero si tu tío no sabía leer!”.
Analfabeto, sí; ignorante, no.
¿Y todos esos adultos que no compartían el Billiken? Cómplices de un secreto, protectores de un vínculo: no había forma de leer igual que el tío.
A veces, las cosas no son lo que parecen.
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